Enamorado

Enamorado.

Por el Profesor Laurentino Martín Villa.


Antonio se acercó y le dirigió la palabra en un tono que revelaba profunda simpatía. Ella levantó la cabeza y lo miró con mirada extraviada, y no sería menor el asombro del joven al contemplar, bajo la luz de los relámpagos, el rostro que llenaba sus sueños: lívido y desesperado y, sin embargo, de una belleza arrebatadora. Agitado por sentimientos violentos y contradictorios, le dirigió la palabra de nuevo, temblando. Se asombró de verla sola, en una hora tan avanzada de la noche, bajo la furiosa tormenta y se ofreció a conducirla a casa de algún amigo. Ella señaló la guillotina con un gesto terriblemente expresivo.

Mujer —Ya no me quedan amigos en este mundo —dijo.

Antonio —¿Y no tiene usted dónde ir?

Mujer —Sí... ¡Mi tumba! 

Al oírla, el corazón del estudiante se estremeció de emoción.

Antonio —Si un extraño —dijo— pudiera hacerle un ofrecimiento sin correr el riesgo de ser mal comprendido, yo me permitiría ofrecerle mi humilde morada para cobijo y a mí mismo, como su más devoto amigo. Yo tampoco tengo a nadie, soy un extraño en este país, pero si mi vida puede servirle de algo está a su servicio y la sacrificaré gustoso para evitarle el menor daño u ofensa.

Los modales graves y fervientes del joven produjeron su efecto; incluso su acento  que demostraba que no tenía nada en común con la chusma parisina, habló en su favor. Además, el verdadero entusiasmo posee una elocuencia incuestionable. La angustia de la señora cedió un tanto bajo la protección del estudiante.

La ayudó a cruzar la plaza en la que la estatua de Enrique IV yacía tirada en el suelo, derribada por el populacho. La tormenta se había calmado, aunque aún sonaba el rugido de los truenos en la lejanía. París parecía reposar; aquel gran volcán de las pasiones humanas dormía durante un rato, para recuperar las fuerzas necesarias para la erupción del día siguiente. El estudiante condujo a su protegida a través de las viejas calles del Barrio Latino, rodeó los muros de la Sorbona y llegó al miserable lugar donde tenía su habitación. El portero que le abrió manifestó su sorpresa al ver al melancólico Bauer en compañía de una mujer.

Al abrir la puerta se avergonzó de la pobreza y desorden de su hospedaje. No tenía más que una habitación: una sala de estilo viejo, adornada con pesadas esculturas y extravagantemente amueblada con restos marchitos de un antiguo esplendor. Se trataba, en efecto, de uno de esos hoteles cercanos a Luxemburgo, que antaño habían pertenecido a la nobleza. La habitación estaba llena de libros, papeles y todas esas cosas propias de un estudiante. La cama estaba situada en un rincón, en una especie de alcoba.

Cuando hubo encendido una luz y pudo contemplar la belleza de la desconocida se sintió más emocionado que nunca. Su rostro era pálido, pero de una blancura radiante, realzado por la aureola de una espesa cabellera negra; sus enormes ojos brillaban con una expresión un tanto esquiva; sus formas, bajo el traje negro, eran de una armonía perfecta. De toda su persona emanaba un aire de nobleza, a pesar de la sencillez de su atavío; lo único que tenía cierta coquetería era un pañuelo de gasa negra que llevaba en el cuello, prendido con un alfiler de diamantes.

El estudiante se sentía un poco incómodo al pensar en la mejor manera de acomodar, en forma conveniente, al pobre ser abandonado que había tomado bajo su protección. Había pensado en cederle su habitación y buscar otra para él, pero estaba tan fascinado, su espíritu y sus sentidos se sentían tan atraídos, que no podía apartarse de su presencia. También la actitud de ella era rara y sorprendente: ya no pensaba en la guillotina y hasta su dolor parecía calmado. Las atenciones del estudiante que, al principio, ganaron su confianza, ahora habían conquistado además su corazón. Evidentemente, ella era también muy apasionada y los seres apasionados se compenetran pronto.

Bajo la boracehera de sentidos del momento Antonio declaró su amor, le contó la historia de su sueño misterioso, de cómo ella se había adueñado de su corazón mucho antes de conocerla. La dama reconoció sentirse también atraída hacia él por una fuerza inexplicable.

La época predisponía a todos los atrevimientos, tanto en las ideas como en las acciones; los prejuicios y viejas supersticiones habían sido barridos. Ahora todo ocurría bajo los auspicios de la “Diosa Razón”. Incluso los espíritus más honorables consideraban el matrimonio como una fórmula en desuso, otra más en el fárrago de antiguallas del Antiguo Régimen. Se habían puesto de moda los contratos sociales y Antonio era demasiado teórico para no dejarse influenciar por las doctrinas liberales de la época.

Antonio —¿Por qué separarnos? —dijo—. Nuestros corazones desean la unión y a los ojos de la razón y del honor, ya estamos unidos. ¿Qué necesidad tienen las almas nobles de fórmulas vulgares?

La dama lo escuchaba con emoción; evidentemente abundaba en las mismas ideas.

Antonio —Tú no tienes ni casa ni familia 

Añadió el joven

Antonio —. Déjame ser todo eso para ti; o mejor, seámoslo el uno para el otro. Y si la fórmula es necesaria, observémosla: he aquí mi mano. Me uno a ti para siempre.

Mujer —¿Para siempre? —preguntó gravemente la desconocida.

Antonio —¡Para siempre! —respondió él.

La dama tomó la mano que se le tendía.

Mujer —Entonces soy tuya, murmuró y se echó en brazos del joven estudiante.

A la mañana siguiente, Antonio Bauer salió muy temprano para buscar un alojamiento más espacioso y conforme a su nuevo estado; su esposa continuaba durmiendo y no quiso despertarla. Cuando volvió, la encontró tendida en el lecho, con la cabeza echada hacia atrás, bajo el brazo. Le habló, pero no recibió contestación alguna. Se acercó para despertarla y cambiarla de aquella incómoda postura y la tomó de la mano; la mano estaba fría e inerte. Su rostro era una máscara lívida y dura. La sintió cadáver. 

Primera Parte (Continua)