Segunda parte
Wolfgang sintió que el
corazón se le oprimía y decidió alejarse, pero en aquel momento, vio una figura
encogida al pie de los escalones que daban acceso al tablado. Unos cuantos
relámpagos seguidos le permitieron observarla mejor la figura femenina. Era una
silueta vestida de negro, sentada en el último de los escalones de la máquina
de la muerte. Tenía el busto inclinado hacia delante y la cara escondida entre
las rodillas, sus largas trenzas oscuras y despeinadas le llegaban al suelo
mojadas por la lluvia que caía a torrentes. Wolfgang permaneció inmóvil
mirándola.
Había algo terriblemente
patético en aquella solitaria imagen de la angustia. La dama daba la sensación
de pertenecer a la alta sociedad. En aquellos tiempos difíciles, más de
una bella cabeza acostumbrada a la blandura del plumón se había convertido en
una mujer descuidada que no tenía donde apoyarse. Sin duda debía tratarse de
una viuda a quien la siniestra cuchilla acababa de dejar sola con el corazón
destrozado y que permanecía allí, en el lugar en donde le habían arrebatado
aquello que le era más querido.
Gottfried se acercó y le dirigió la palabra en un tono que revelaba profunda simpatía. Ella levantó la cabeza y lo miró con mirada extraviada, y no sería, menor el asombro de Wolfgang al contemplar bajo la luz de los relámpagos el rostro que llenaba sus sueños: lívido y desesperado, y sin embargo de una belleza arrebatadora. Agitado por sentimientos violentos y contradictorios, le dirigió la palabra de nuevo. Se asombró de verla sola en una hora tan avanzada de la noche bajo la furiosa tormenta, y se ofreció a conducirla a casa de algún amigo. Ella señaló la guillotina con un gesto terriblemente expresivo.
Mujer —Ya no me quedan amigos en
este mundo.
Gottfried —Y no tiene usted dónde ir?
Mujer —Sí... ¡Mi tumba!
Al oírla, el corazón del
estudiante se estremeció de emoción.
Si un extraño —dijo— pudiera hacerle un ofrecimiento sin
correr el riesgo de ser mal comprendido, yo me permitiría ofrecerle mi
humilde morada para cobijo y a mí mismo, como su más devoto amigo. Yo tampoco
tengo a nadie, soy un extraño en este país, pero si mi vida puede servirle de
algo está a su servicio y la sacrificaré gustoso para evitarle el menor daño u
ofensa.
Los modales graves y
fervientes del joven produjeron su efecto; incluso su acento extranjero que
demostraba que no tenía nada en común con la chusma parisina habló en su favor.
Además, el verdadero entusiasmo posee una elocuencia incuestionable. La
angustia de la señora cedió un tanto bajo la protección del estudiante.
Le ayudó a cruzar el Puente
Nuevo y la plaza en la que la estatua de Enrique IV yacía tirada en el suelo
derribada por el populacho. La tormenta se había calmado, aunque aún sonaba el
rugido de los truenos en la lejanía. París parecía reposar de aquel gran volcán
de las pasiones humanas dormía durante un rato, para recuperar las fuerzas
necesarias para la erupción del día siguiente. El estudiante condujo a su
protegida a través de las viejas calles del Barrio Latino, rodeó los muros de
la Sorbona y llegó al miserable hotel donde tenía su habitación. El portero que
le abrió manifestó su sorpresa al ver al melancólico joven en compañía de una
mujer.
El muchacho abrió la puerta a
la vez que se avergonzaba de la pobreza y desorden de su hospedaje. No tenía más
que una habitación, una sala de estilo viejo adornada con pesadas esculturas y
extravagantemente amueblada con restos marchitos de un antiguo esplendor. Se
trataba, en efecto, de uno de esos hoteles cercanos a Luxemburgo, que antaño
habían pertenecido a la nobleza. La habitación estaba llena de libros, papeles
y todas esas cosas propias de un estudiante. La cama estaba situada en un
rincón en una especie de alcoba.
Cuando hubo encendido una vela
y pudo contemplar la belleza de la desconocida se sintió más emocionado que
nunca. El rostro de la mujer era pálido, pero de una blancura radiante realzado
por la aureola de una espesa cabellera negra. Sus enormes ojos brillaban con
una expresión un tanto esquiva y sus formas bajo el traje negro, eran de una
armonía perfecta. Toda su persona emanaba un aire de nobleza a pesar de la
sencillez de su atavío. Lo único que tenía cierta coquetería era un pañuelo de
gasa negra que llevaba en el cuello, prendido con un alfiler de diamantes.
El estudiante se sentía un
poco incómodo al pensar en la mejor manera de acomodar a su invitada, en forma
conveniente, acomodó al pobre ser abandonado que había tomado bajo su
protección. Había pensado en cederle su habitación y buscar otra para él, pero
estaba tan fascinado, su espíritu y sus sentidos se sentían tan atraídos,
que no podía apartarse de su presencia y no quería alejarse de ella. También la
actitud de la mujerera rara y sorprendente ya no pensaba en la guillotina y
hasta su dolor parecía calmado. Las atenciones del estudiante que al principio
ganaron su confianza, ahora habían conquistado además su corazón.
Evidentemente, ella era también muy apasionada y los seres apasionados se
compenetran pronto.
Bajo la embriaguez del
momento el hombre le declaró su amor, le contó la historia de su sueño
misterioso, de cómo ella se había adueñado de su corazón mucho antes de
conocerla. La dama reconoció sentirse también atraída hacia él por una fuerza
inexplicable.
La época predisponía a todos
los atrevimientos, tanto en las ideas como en las acciones; los prejuicios y
viejas supersticiones habían sido barridos. Ahora todo ocurría bajo los
auspicios de la “Diosa Razón”. Incluso los espíritus más honorables
consideraban el matrimonio como una fórmula en desuso, otra más en el fárrago
de antiguallas del Antiguo Régimen. Se habían puesto de moda los contratos
sociales y Wolfgang era demasiado teórico para no dejarse influenciar por las
doctrinas liberales de la época.
Gottfried —¿Por qué separarnos? —dijo—. Nuestros corazones desean la unión y a los ojos de la razón y del honor, ya estamos unidos. ¿Qué necesidad tienen las almas nobles de fórmulas vulgares?
La dama lo escuchaba con
emoción; evidentemente abundaba en las mismas ideas.
Gottfried —Tú no tienes ni casa ni
familia —añadió el joven—. Déjame ser todo eso para ti o mejor, seámoslo el uno
para el otro. Y si la fórmula es necesaria, observémosla, he aquí mi mano. Me
uno a ti para siempre.
Mujer —¿Para siempre? - preguntó
gravemente la desconocida.
Gottfried —¡Para siempre! - respondió
él a la vez que la dama tomó la mano que se le tendía.
Mujer —Entonces soy tuya, murmuró
y se echó en brazos del joven estudiante.
A la mañana siguiente, Gottfried salió muy temprano para buscar un alojamiento más espacioso y conforme a su nuevo estado; su ahora nueva compañera continuaba durmiendo y no quiso despertarla. Cuando volvió, la encontró tendida en el lecho con la cabeza echada hacia atrás bajo el brazo. El joven le habló, pero no recibió contestación alguna. Se acercó para despertarla y cambiarla de aquella incómoda postura y la tomó de la mano. La mano estaba fría e inerte, su rostro era una máscara lívida y dura, en una palabra: “era un cadáver”. Sobrecogido de espanto, dio la alarma en toda la casa. A continuación, se desarrolló una escena de confusión y horror. Acudió la policía y algunos vecinos cotillas, y cuando el oficial que penetró en la habitación vio el cadáver se echó a temblar.
Policía —¡Dioses inmortales! (exclamó)
—. ¿Cómo ha podido llegar esta mujer hasta aquí?
Gottfried —¿La conoce? —preguntó Wolfgang precipitadamente.
Policía —¡Qué si la conozco!
—repitió el oficial—. Mejor que yo la guillotinaron ayer. Se acercó, deshizo el
nudo del negro pañuelo que llevaba al cuello y la cabeza del cadáver rodó hasta
el suelo. El estudiante empezó a gemir en un acceso de delirio.
Gottfried — ¡El demonio! ¡Es el
demonio, que se ha apoderado de mí...! Estoy perdido para siempre.
Trataron de calmarle, pero
fue en vano. Se había adueñado de él la espantosa convicción de que un espíritu
demoníaco se introdujo en el cadáver para corromperlo. Gottfried Wolfgang se
volvió loco y murió en un manicomio.
Por el profesor Laurentino
Martín Villa.